julio 20, 2024
Las lágrimas del exilio. Ovidio

Las lágrimas del exilio. Ovidio

Los momentos previos en los que un hombre ve lo que será su futuro confieren a la existencia un miedo, no lo dudemos, pavoroso. Si bien ha sido una tentación de todas las civilizaciones el atisbar, revelar o al menos husmear el porvenir, por medio de oráculos, sibilas y trances varios, la posibilidad de conocer lo que vendrá, más cuando involucra el destino del curioso, señala una marca de terror que obliga al cierre de los ojos que, inmodestos, han querido saber lo que no se debe saber.

Escribe hermosamente Irene Vallejo en El infinito en un junco[1] que Ovidio Tuvo éxito —mucho éxito—, y lo disfrutaba. No se avergonzaba de sus lectores sin apellidos aristocráticos. Era divertido, sociable, hedonista. La dolce vita romana le gustaba tal y como era —a veces vulgar, fastuosa, glotona; otras, melancólica, poética y frágil—. Escribía con facilidad, sin sufrimiento y, aún así, sabía ser deslumbrante. Resultaba difícil perdonar a un hombre tan feliz.”

Pero esa tierna felicidad que lo asemejaba a un infante terrible – casi dos mil años antes de que este término caracterizara a los jóvenes parisinos de abultada cabellera – habría de esfumarse de la noche a la mañana en un pase de manos que el gran Augusto – Pax Romana de por medio – realizó sobre la vida y el destino del chispeante poeta. Porque “Su Arte de amar, un manual en verso para aprender a ligar, dedicaba un largo capítulo —un tercio de la extensión total de la obra— a dar consejos de conquista a las mujeres, y a explicarles las tretas de los seductores para engañarlas en el amor. Estableció con ellas una intimidad hasta entonces desconocida entre un autor y sus lectoras.” Vitalmente atrevido, el poeta surgió como un transgresor en un momento poco propicio para una rebeldía de las formas asequibles: un imperio debe construirse sobre la virtud, sobre la disciplina, no sobre el desenfreno o la incontinencia. Ovidio, marche preso.

“En el año 8, Ovidio, apenas cumplidos los cincuenta, fue desterrado repentinamente, mediante edicto imperial, a la aldea de Tomi —la actual Constanza, en Rumanía—. Su tercera esposa permaneció en Roma, para administrar las propiedades comunes y suplicar el indulto. El poeta partió solo al exilio. Nunca volverían a encontrarse.

Hacia esas lejanas tierras en el confín de un imperio que se dilataba desde Iberia a Medio oriente, en una región que creía en un dios resucitado al que se le ofrecían sacrificios de sangre, modelos de un pueblo guerrero y altivo que cruzaba el Danubio con el anhelo de unir ambas orillas bajo su propia estirpe, hacia allí partió el delicado poeta del amor inconveniente. De improviso, el ratón de ciudad – que otro genio romano narrara con maestría – se tuvo que adiestrar en el arte de sobrevivir en el límite bárbaro.

Diez años pasó sin que el perdón llegara. Inútil fue que muriese el César y que otro lo reemplazara, con el deseo de que todo aquello, toda esa cuestión de faldas al viento quedara en el olvido. Murió allí nuestro poeta, viviendo su propia metamorfosis, él que había cantado como nadie los cambios a los que se someten dioses, héroes y otras especies intermedias en creativa multiplicidad pagana, viera la transformación de su romanidad citadina en una oscura frontera. Atrás quedaban sus Fastos, que en el exilio poco tenían que ver con su estado anímico, reemplazados por las Tristia, esos cantos que arrancan desde el dolor las palabras de un perdón que no llega, la plegaria de una piedad que sólo parece ser atributo de un lejano héroe fundacional. Él mismo lo ha escrito con simplicidad sublime: se puede encarcelar a quien se atreve, pero en la mente sigue bullendo el verso: “Quidquid tentabam dicere, versus erat”. – “Y era verso, lo que intentaba escribir”.(Tristia IV 10, 26)

Muchos siglos más tarde, otro exiliado, que había dejado su patria enclavada en esas tierras a las que el poeta había sido enviado, devolvía el homenaje que un mismo dolor – la patria perdida – le sugería como nostalgia irrealizable. Porque nostalgia es viaje de regreso, y dolor posterior por lo perdido. Vintila Horia publicaba en 1960 una novela magistral, cuyo protagonista era el poeta expulsado: Dios ha nacido en el exilio. Diario – novela, esta obra imagina (o tal vez, ¿pone en boca del protagonista el propio sufrimiento?) que Ovidio escribe sus años en los límites para acercarse, iluminado, a una verdad que nadie sabrá percibir, sólo una compañera dacia, una bárbara joven en quien halla la seducción más atávica de lo que se ha negado, será la testigo de ese despertar.

Los dioses romanos, el Olimpo jupiterino que se amplía de forma tal que deviene un carnaval incomprensible por desordenado, quedan en la lejana Roma de los Césares divinizados. Pero Ovidio intuye, vive otra revelación. Pasarán más de dos siglos y muchos césares para que la divinidad auscultada en el silencio del exilio se instale como un huracán que borre la miríada de divinidades asentadas en el mármol de la ciudad eterna. Sobre el Castel Sant Ángelo, pues, se colocará un ángel. Y en los templos dedicados a los dioses de peplo y cuerpos atléticos se enseñoreará la cruz. Entonces el exilio será para esos dioses. Pero mucho más, para los Césares deificados, devueltos a su terrena humanidad. Plato frío de una historia que no pudo ser vista por el poeta amoroso. Pero que pudo imaginar otro exiliado dos milenios más tarde.


[1] Vallejo Moreu, I. El infinito en un junco Madrid, Siruela. 2019.