El caso de Tage Lindbom
“La Declaración de los Derechos del Hombre de 1789 es una fachada ideológica tras la que se disimulan tres fuerzas: la aspiración a la libertad, el deseo de poder y la codicia. Tal es el verdadero contenido de la Revolución Francesa.” Así comienza uno de los libros más necesarios para el lector actual (aunque su fecha de publicación se remonta a 1974, y su autor falleció en 2001) libro que lleva por título en su versión castellana “La semilla la cizaña”. No es el producto de un militante de un movimiento minoritario de la extrema derecha risible, sino la más profunda confesión de un encumbrado funcionario del gobierno sueco y de su otrora omnímodo Partido Socialdemócrata. Y digo confesión porque en apenas 147 páginas expone (y analiza) no sólo el desencanto con el modelo socialista imperante en Suecia desde 1950, modelo del que formó parte activa, sino el despertar de esa dimensión superior que, más allá del “bienestar general” de la democracia nórdica, se encontraba dormida en el profundo ser de Tage Lindbom.
Quienes hemos crecido bajo una educación enciclopédica que parcelaba el conocimiento en ciencias exactas y en ciencias sociales, recordaremos que los sistemas políticos y económicos respondían a un constructo abstracto denominado “ideología”, un entramado de ideas que establecía un sustento racionalista de la organización social en el que preponderaban sectores enmarcados en un arco “ideológico” que, como los sectores de una figura geométrica, se clasificaban desde la izquierda a la derecha. Esa clasificación (more geométrico) establecía que los extremos no condescendían con la llamada democracia de partidos, extremos que, en el lado izquierdo, ubicaba al comunismo, y en el derecho, a los fascismos de distinto pelaje. Apartados esos límites, existía un variopinto palimpsesto de ideologías que, respetando el orden expuesto anteriormente, ubicaban al socialismo (con sus variantes socialdemócratas) al centrismo (un gris de aquí y de allá, medio reformista y medio conservador) y en el sector de centro – derecha, a los liberales, conservadores y otros grupúsculos con denominaciones tan irreconocibles que construían una tabla periódica de siglas y banderías. ¿Lo recuerda el lector? En esa sociedad, cara a los politólogos de refinada combinatoria química, vivió Tage Lindbom. Es decir, vivió en una Suecia convenientemente neutral en ambas conflagraciones mundiales, primero expuesta a una moral rígida de raíces luteranas, luego, descontracturada hacia un liberalismo de cuño escéptico; con una monarquía pasiva pero decoradora de interiores para revistas de papel satinado, y con una extraña combinación de planificación económica, grandes empresas, y burocracia estatal bien remunerada. A esa burocracia perteneció nuestro personaje. Y si bien tenía todo para ser considerado un triunfador del denominado “paraíso estatal”, régimen al que había ensalzado con sus escritos en diferentes medios de la época y al que había servido como funcionario, hacia 1950, cuando la felicidad inundaba el futuro de las clases trabajadoras con cantos de eternidad alcanzada, Tage Lindbom comienza a poner en duda su convicción: ¿Qué es ese bienestar material, esa planificación predeterminada (o predestinación estatal del ser humano) en el fondo sino una ilusión, otra más, de un mundo amancebado con el materialismo y divorciado de toda trascendencia? Porque algo, un texto, había operado sobre él un enorme remezón: la lectura de La dimensión olvidada de su compatriota Kurt Almqvist lo exalta al conocimiento de una serie de pensadores de la Tradición que no se conforman con el resultado estadístico de los ministerios. Y así conoce la obra de René Guénon y de Frithjof Schuon, quienes le abren la puerta de otros olvidados: Titus Burckhardt, Ananda Coomaraswamy, Martin Lings, Lord Northbourne… desde la que se descorre el velo de la ilusión ideológica y aparece la profunda raíz de una dimensión operativa y supra racional que lo lleva a la búsqueda metafísica.
Entonces nació un nuevo ser humano. Nació un pensador y luchador de la Tradición que desde el seno mismo del paraíso estatal lanzó una prédica por aquella dimensión olvidada que el bienestar material relativo había obturado, no para lograr la felicidad absoluta (utopía enferma de los sistemas ideológicos) sino porque al negar toda trascendencia al ser humano, la libertad concedida lo esclavizaba a los utensilios de una comodidad criminal de su propio espíritu. En la insipiente maquinaria estatal sueca, Lindbom comprobó la muerte del hombre como héroe trágico, inmerso en la banalidad de un confort siempre acomplejado, materia de todos los psicólogos que el mismo sistema educaba. Del mismo modo que a Shidarta Gautama el ver a un muerto, a un anciano y a un enfermo lo sacó del engaño de la ilusión palaciega en que vivía, a Tage Lindbom el comprobar los alcances materiales de un bienestar absurdo lo despertó de la ilusión de la ideología, ilusión que desde el siglo XVI llevó el estandarte de la utopía como oposición al paraíso perdido de la Tradición: “La utopía sigue a la secularización como la sombra sigue al cuerpo”, escribió, para demostrar que la autocracia individual que nació tras la Edad Media en occidente borró la naturaleza simbólica del mundo, la trascendencia de la raíz espiritual de la existencia humana, la belleza de la reunión con la Verdad.
Forman parte de esta iluminación sus libros “Entre cielo y tierra” (1970), “La semilla y la cizaña”, ya citada, “El mito de la democracia” (1991); “Modernismo” (1995), entre otros. Aunque, lamentablemente, la mayoría de sus escritos permanecen sin traducir a nuestra lengua, con excepción del referido “La semilla y la cizaña” editado por Taurus. Por otra parte, creemos que ha llegado el momento de que se trasladen sus textos al castellano. Quizás, después de este sencillo artículo, las palabras que lo inician, tomadas de su obra, tengan para el lector un sentido más profundo, un sentido subversivo, mucho más si se considera que vienen de un ex militante de la socialdemocracia.