Las utopías que gobiernan la mente imaginaria del hombre desde el siglo XVI – y que muchos quieren remontar hasta la misma República platónica – son el histérico responso que hemos logrado imponer a la Tradición. Y sostenemos esto, básicamente, porque en su “idealismo” de un futuro mejor, el capricho utópico deviene en estulticia desde la cual se adormece la verdadera raíz vivencial y trascendente del ser humano inmerso en el realismo tradicional. Es que para desarrollar sus elucubraciones sociales, la utopía se ha valido de los peores recursos, siempre bajo el embanderado principio multicolor de la libertad humana, el progreso de las ideas, los derechos reconocidos, aunque unos y otros se contradigan entre sí, como la vida y el aborto, o la propiedad y la vivienda digna, por más planificaciones y ministerios que les dediquemos a cada uno. O como muy bien sostiene nuestro colega y amigo Guillermo Mas Arellano en una reciente nota para este diario, en relación con los “partidos” que parecen reñir para la tribuna cuando tienen todo bien atado bajo faldas: “Más sólo uno de los dos bandos ha estado ejerciendo el poder de manera casi ininterrumpida, a pesar de las distancias geográficas, durante la Modernidad: el de los utópicos. Convirtiendo las vidas de las gentes durante décadas, sin ellas saberlo, en una pieza más del gigantesco engranaje que compone dicho proyecto.” (Véase “Para impugnar la modernidad”, 19 de mayo, El Correo de España).
Porque frente a la reacción natural y realista que ciertos pensadores y/o activistas llevaron y llevan a cabo en sus patrias (Donoso Cortez, Jünger, Castellani, por citar una trinidad de diferentes estados) el verdadero modelo de dominación que se ha impuesto es el de los utopismos parricidas (volvemos a confluir con Guillermo), para dejar tan en soledad al individuo, con su vanidad de consumo y hedonismo para que, su vida en esa isla solitaria – modelo de todas las utopías – lo conforme en su rebeldía atenuada de escapismos controlados por “el sistema”. Y si de islas se trata, vayamos a la paradigmática, aquella que nos planteara un gran escritor argentino.
Adolfo Bioy Casares, en 1940, con veintiséis años, publica la que sería su primera gran novela: “La invención de Morel”, título que alude al antecedente de H.G. Wells “La isla del doctor Moreau”, aunque con una vuelta de tuerca menos apegada a la ciencia ficción y, en oposición a ella, dispuesta a la dimensión metafísica. La trama se reduce a un argumento casi inexistente: un náufrago llega a una isla desierta donde ciertos eventos se desarrollan sin explicación – al comienzo – que se repiten en ciertos momentos y bajo ciertas condiciones climáticas – luego lo sabremos – desde las que un grupo de paseantes parecen estar disfrutando de unos días de sosiego y descanso placentero. El náufrago, que es el narrador de la historia, se esconde de ellos – al fin y al cabo es, también, un prófugo, aunque poco se diga de los motivos que aluden a una Venezuela apenas pincelada – porque teme ser descubierto; pero el avance de los días lo lleva a comprender la siniestra maquinaria que rige esos eventos: detrás de unos días de “té y tenis en una isla utópicamente paradisíaca”, un proyecto macabro de perpetuación del momento ideal los tiene como conejillos de indias de un experimento, que se enlaza con los mayores sistemas políticos ideados en el siglo XX como resultado de la gloria enfermiza de la razón: el doctor Morel los ha estado filmando “en tres dimensiones” con el fin de conservar “para la eternidad” esos instantes de feliz intercambio. No es nuestra intención arruinar la lectura de quienes aún no han disfrutado de esta belleza de la literatura argentina, porque en estos trazos rápidos dejamos otros elementos importantes que enriquecen y profundizan la historia en sí. Pero lo que sí queremos destacar en nuestro acercamiento es que esta breve novela (apenas 150 páginas de holgada letra y márgenes generosos en la edición de EMECÉ que manejo) es una perfecta representación del malvado intento utópico por homogeneizar la vida dentro de un proyecto total (¿Totalitarismos, sean cuales fueren?) que, en aras de un supuesto ideal de vida – aunque se lo justifique en sentimentalismos infantiles, como el mismo Morel intenta en su defensa – aíslan la vida en un laboratorio criminal.
Después de los soviets, del nazismo, de Pol Pot, de Mao, de nuestros experimentos latinoamericanos con jinetas y camisas de colores variopintos, creeríamos que la “medicina” utópica ha quedado relegada al cajón de los datos inútiles. Pero, como una hidra de innúmeras cabezas, regresa con renovada fuerza en los causismos de moda: ecologismos hipócritas – prevengo al lector que adjetivaré cada causismo de manera profusa – feminismos y multisexismos babeantes de absolutismo, sensualismos instantáneos, espiritualismos de billetera engordada, y a raíz de este último, su derivación, las éticas dialoguistas o multi – pluri – poli simétricas que vuelven mayorías a las minorías, de tal forma que la salivada democracia deviene un cobertizo de trastos en el que resulta imposible encontrar la soberanía perdida.
Es obvio que la novela de Bioy Casares no es un alegato político, pero como solemos aclarar a los estudiantes de Letras que se alimentan de la militancia en cuantos causismos los convocan, toda obra literaria de fuste – o un clásico, en resumidas cuentas – conlleva una dimensión política, sostenida eso sí por la dimensión metafísica, que es más amplia y es directora de toda cosmovisión.
¿Es una isla desierta el paraíso a construirse, frente al mundo maculado de tantos experimentos atroces? Bioy Casares lo impide: no hay idealismo posible, porque no hay tal isla. Al menos, en cada una pueden hallarse restos de esos experimentos que dejan sus cicatrices en el paisaje. Mal que les pese a los filósofos de la discursividad, y a sus intentos por reducir la vida a un mensaje comunicacional. Pero eso es tema para otra nota.